El canto callado de un carpintero ✎ Msylder
Cuando Danilo nos hablaba del sentimiento intenso que había despertado Jimena en él, nosotros escuchábamos atentamente.
Lo veíamos acercarse a ella, firme, sin titubear. Le entregaba cartas que escribía en soledad, mientras los demás, en la universidad, ocupábamos el tiempo libre para comer, vernos clandestinamente en el estacionamiento de la facultad para beber o atender asuntos pendientes de clase.
La veíamos a ella sin interés por él: recibía las cartas por mero respeto, pero se daba la vuelta con una expresión entre confusa e incómoda.
No te merece —le habría dicho Angélica, en una de nuestras tantas conversaciones vespertinas—. Ya encontrarás a una chica que te valore.
Él intentaba explicarnos que era un amor distinto, nacido de lo espontáneo. Nos hablaba de cómo caminaba ella, con pasos torpes, sin esa gracia que suele atribuírsele a lo femenino. Mencionaba acciones o atributos tan peculiares como un movimiento de mano al acomodarse el pelo, o una peca específica en un pómulo. No lográbamos comprenderlo, pues, aunque nos tallábamos los ojos o pasábamos disimuladamente para verla de cerca, nada fuera de lo común veíamos nosotros en esa chica.
A menudo, mientras escribía nuevos versos para su musa, lo veíamos quebrarse la cabeza. Su mano avanzaba en ráfagas cortas, como siguiendo un ritmo de percusión que le dictaba a la vez su siguiente idea. Impotente ante la imperfección de sus palabras, solía jalarse los pelos en el salón y dejarse un nido enmarañado. Hacía bolita las hojas de papel, las lanzaba al bote, una tras otra, y comenzaba de nuevo.
Entre carta y carta, profesaba su amor a distancia religiosamente.
Era un tipo educado que cuidaba mucho su forma de hablar. Durante sus intervenciones en clase, su lenguaje era fluido y seguro, aunque su apariencia —cabellos alborotados, ojeras profundas, ropa informal— parecía contradecir esa corrección verbal.
En una ocasión, un profesor intentó vendernos un curso para hablar en público. Decía que la mayoría de los jóvenes carecíamos de las formas mínimas para comunicarnos, algo que, según él, nos afectaría el día del examen profesional cuando estuviéramos frente a los sinodales. Recorrió la vista por el salón, evaluando a cada uno de nosotros. Al detenerse en Danilo —seguro de haber hallado el ejemplo perfecto: un chico de aspecto descuidado, pero voz suave— lo señaló para que pasara al frente, anticipándose a un desastre.
Danilo, pasa al frente.
Danilo se colocó delante del salón, impasible, esperando órdenes.
Imagina la siguiente escena. Un compañero acaba de fallecer. Estás en el funeral. Rostros llorosos. El ambiente es de duelo. Nadie puede hablar por el cúmulo de emociones. Te invitan a dar unas palabras.
Danilo cerró los ojos por no más de cinco segundos y enseguida comenzó:
¿Qué podría decir yo en un momento como este, cuando el corazón está a flor de piel y no encuentra consuelo ante una pérdida que llegó sin aviso?
Quiero hablarles del primer día que hablé con Pedro, y de cómo sus acciones me marcaron.
Fuimos compañeros de clase en la prepa. Nuestro contacto, aunque breve, tuvo gran significado. Fue una tarde de diciembre, cuando una serie de problemas me abrumaban y no encontraba salida. Entre tantos rostros indiferentes, quizá Pedro notó en mí algo que los demás no vieron o simplemente decidieron ignorar. Después de la clase de Biología, cuando todos se retiraban, él se acercó. Subió por los asientos hasta llegar a mi lado.
A veces pasan cosas en la vida —me dijo, dándome una palmada en la espalda—. Yo tampoco entiendo muchas.
Luego se quedó ahí, en silencio. Los dos mirábamos por la ventana. Afuera, un árbol frondoso albergaba muchas aves, por su canto lo sabía. En un momento, un ave de cabeza roja —como brasas ardiendo— clavó el pico en el tronco. Un golpeteo obstinado que me hizo volver la vista. Quise mostrársela, iba a señalársela, pero al girar la cabeza me di cuenta de que él también la había visto. Me sonrió y asintió.
Hoy, mientras hablo, recuerdo su sonrisa. Pero más aún, recuerdo su sensibilidad. Eso que no se ve, pero que permanece.
Lamento profundamente su pérdida. Deseo pronta resignación para su familia y seres queridos.
El profesor se quedó con el ojo cuadrado. No supo qué decir, ni cómo continuar con su labor de venta.
Fue casi al terminar el ciclo escolar, cuando su intensidad pareció acelerarse. Después de haberle repetido durante meses que merecía ser correspondido, y después de tantas negaciones tajantes de su parte, pareció no haber encontrado otra manera de explicarse que el papel. Nos sorprendió a Angélica y a mí con una carta por duplicado:
Verdugo
Palabras al aire, oraciones malformadas, escritos abominables. Primero intenté mejorar mi sintaxis; después caí en cuenta de que no era solo mi escritura: también mi torpeza al hablar, llena de aberraciones. Por eso hoy asisto a clases de gramática. Un gato de nueve colas para domar esta lengua abyecta.
Jamás pensé que mi pésima expresión les daría motivos para marcarme con una cruz en la espalda y convertirme en mártir. Les divierte consolarme, llenarme los oídos de aliento. No me molesta escucharlos; me fascinan las interpretaciones sobre mi historia. Lo que no permitiré es que la juzguen así...
¡Manifiesto mi indignación! Mientras una imagen terrible me asalta: la veo a ella, serena, en el centro del lugar. Ustedes —transformados por obra de mi tinta en demonios— emergen de sus escondites. La sujetan con fuerza. Observo con dolor su resistencia, pero ustedes son dos: termina sometida. Uno de ustedes se acerca, le sujeta la barbilla y levanta su rostro. Entonces el más cruel de los demonios toma una tela negra y la envuelve: cabello, frente, ojos, su pequeña nariz, labios rosados, barbilla... La convierte en mi verdugo.
Dejo esto claro: en mi historia no hay verdugos. Jamás dije que ella disfrutara azotándome, ni mucho menos intentara degollarme. Si les gustan las historias con villanos... ¡que vengan los demonios! No necesitan sujetarme. Que se acerque el más cruel: no dudaré en inclinar la cabeza hacia atrás para que me coloque la máscara. Porque si alguien debe encarnar al verdugo... ¡ese soy yo! Yo que la condené a un amor que nunca pidió. No hay carga más pesada que mi devoción inquebrantable, ese amor que trasciende lo físico, sin exigencias carnales.
Perdonen mi atrevimiento. Recuerden: le colgué mi amor como un collar sin la sutileza de preguntar antes: «Señorita, ¿me concedería el honor de...?».
Por eso hoy intento enmendar mi error. Por eso exijo mediante este escrito: exonérenla a ella... y proclámenme a mí como verdugo.
Nos fuimos a vacaciones de invierno sin comentar nada al respecto.
Yo me quedé pensando en esa frase que dice que cada cabeza es un mundo…
Pensando en cuántas veces los demás me habrían malinterpretado…
Pensando en cuántas veces yo mismo habría malinterpretado a otros a través de mi mirada, ínfima ante la complejidad que anida tras cada rostro.
Angélica… no sé. Ni siquiera me atrevería a pensar por ella
Arte : Diego Atl.
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