| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

DIA DE MUERTOS

DIA DE MUERTOS
C I C U T A ☘︎ V I R O S A

Viaje de olvido a través del mar Báltico ✎ Msylder

 ❇

 Olvido.
El tiempo, eterno y circular, lo promete.

Adiós, excelsos poetas suecos:
Bellman…
Taube…

Una última copa
en el mítico Den Gyldene Freden.

Giran, como brújula infalible,
las manecillas del reloj:
el olvido avanza,
desafiando las fuerzas de la naturaleza.

Análogo a la ancestral ruta del ámbar,
místico trueque de emociones,
billete sagrado hacia el intercambio espiritual.

En mi bolsillo:
un cubo de calcita islandesa.

Las anclas se alzan hacia el éter infinito,
abandonando planos físicos…

¡Adiós! ¡Adiós!

Y aunque me aleje,
Suecia quedará grabada en mi alma.

Navegando por el Báltico,
a menudo confundía
el cielo sin fin
con el mar sin fondo.

La brisa salina
me acariciaba los huesos.

Las nubes…
errantes, algunas;
otras aguardando

su eterna disolución.

 

Volamos juntos,
sobre la vasta extensión marina,
a bordo del mismo barco fantasma.

A la distancia vislumbré
la tierra de los mil lagos,
justo a tiempo:
tercer sábado de junio…
Juhannuspäivä.

Se alzó la música finesa,
donde Sibelius,
con su batuta divina,
trazaba montañas en el aire.

En la siguiente estación

Hipnosis persistente
del Místico siberiano,
magnetismo indómito

filtrándose en mi calcita
como niebla sobre el Neva.

 

Al fin, alcancé San Petersburgo:
rojo intenso…
majestuosa la Iglesia

de la Sangre Derramada.

¡Qué sublime belleza!

En las noches blancas de junio,
pude admirarla
y, finalmente,
sentir la sombra de una ausencia
desvanecerse.

Más de un mes había pasado
desde mi partida.

Al cruzar el meridiano treinta,
Estonia se asomó.

El Báltico templaba los vientos del norte,
mientras el oleaje furioso
silbaba agua salada
sobre mi corazón,
cerrando cicatrices en silencio.

Fue al llegar a Letonia,
cuando un peculiar rastro olfativo,
aroma a resina de pino…
aunque pudo ser en Lituania,
entre grandiosas colinas glaciares,
arrugas indelebles en la geografía…

Quizá entre la poesía sueca
y la música finesa.

Mas tengo una certeza:
en Kaliningrado,
frontera rusa, línea cero,
olvidé el motivo del viaje.

Despojado de certezas
me miré al espejo:
dos colores —blanco y rojo—,
fuego consumiendo papel,
humo exhalado al cielo.

Como respuesta rápida,
Dios iluminó el firmamento
a mi paso por Polonia.

Tras el fragor de mil guerras,
y el peso de tantos males,
allí, en ese sagrado instante,
la paz alzó su corona triunfal
bajo la promesa de eternizarse.

La lluvia se tornó nieve,
blanqueando con pintura fría
los Alpes Bávaros.

En la cena sirvieron
—platos de otra era—
frikadellen, anguilas, patatas.


Partí en dos mi Bethmännchen,
lo ofrecí a una muchacha
cuyas pupilas resguardaban
el oráculo del Báltico.

 

Esa noche, de la cúpula divina bajó
el ángel Christkind.
Sus visiones de luz
eran sueños futuros del creador
traducidos a lengua humana
.

Tras varios meses,
el viaje llegaba a su ocaso.

Bajo un cielo estrellado,
acampé al aire libre
en la isla de Selandia.

Y al alba siguiente,
en Fyn,
preparé las maletas del alma.

Camino a casa,
recuerdo fugazmente
que navegué…
a través del mar Báltico.

Sopeso en la lengua
el delicado sabor
de sus aguas marinas.

A la luz de la luna llena,
con la energía radiante
doblándose en dos haces de luz
que atraviesan el espato de Islandia,
mientras deshago las maletas,
reviso mis souvenires:

un acorde en do mayor,
un frasco de sal de mi vida,
un copo de nieve,
un pendiente de ámbar,
una pluma de ángel…

Un boleto alquímico perforado
que promete olvido.

 




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