Chispazos navideños ⍋ Msylder
❆ Colonización decembrina ❆
En diciembre, los fantasmas colonizan la casa. Se cuelan por el espejo de la sala y se instalan hasta fin de enero. Dejan su plasma brillante en las sábanas y un rastro viscoso en los muebles. Es un suplicio quitar esas manchas. Pero la patrona insiste en que los visitantes decembrinos traen más beneficios que perjuicios. Claro, ¡como ella no lava!
M e t a n a v i d a d.
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Para festejar la Nochebuena, nos sentamos en familia a buscar algo de calor entre los recuerdos, sobre todo en las fotografías. Mamá lo guardaba todo en una cajita de hojalata. El aire tenía esa cualidad gris y helada típica de las fechas. Mamá abría la caja con cuidado. Pero las fotos —o eran demasiado viejas o quizá nunca habían existido— se deshacían en cuanto las tocábamos, desvaneciéndose entre los dedos como ceniza de incienso.
Y justo cuando la última huella se perdía en el aire, lo escuché: el crepitar seco de una pipa de cristal al encenderse, seguido del olor acre a metanfetamina quemada. La escena se resquebrajó de golpe. Ya no estaba entre los míos, sino rodeado de desconocidos, en un cuarto ajeno, con el único calor verdadero ardiendo en la punta de ese vidrio.
Y justo cuando la última huella se perdía en el aire, lo escuché: el crepitar seco de una pipa de cristal al encenderse, seguido del olor acre a metanfetamina quemada. La escena se resquebrajó de golpe. Ya no estaba entre los míos, sino rodeado de desconocidos, en un cuarto ajeno, con el único calor verdadero ardiendo en la punta de ese vidrio.
❅ Dale, dale, dale… ❅
Avanzaba tambaleante de regreso a casa, sobándose la cabeza: un punto específico entre la frente y el nacimiento del pelo. La zona estaba roja e inflamada, coronada por un chipote en el centro.
Le dolía tanto que no estaba seguro de no romper a chillar en cualquier momento. Le pesaban las advertencias de su madre antes de dejarlo salir: toda esa cantaleta de que no anduviera distraído, que se cuidara y, sobre todo, que no se aventara a la piñata a lo bruto. Ahora, el dolor punzante que le latía en la cabeza solo era el preludio del regaño que le esperaba.
Pero en medio de la náusea, un pensamiento lo atravesaba y le arrancaba un espasmo seco, casi una risa: Al menos fue un palazo. Al menos yo no me volé los dedos.
Entonces la imagen regresaba, nítida y cruel: Rogelio, quieto en medio del alborozo, sujetándose la mano derecha con la izquierda. La piel de los dedos colgaba, hecha jirones sanguinolentos, como cáscara de plátano pelado; los huesos flacos y blancos relucían en el aire frío. Y su carrera silenciosa, con un pucherito en la cara, mostrando a todos aquella mano que ya no era una mano, buscando una ayuda imposible en cada rostro, suplicando, sin palabras, el único milagro navideño que de verdad habría importado.
Le dolía tanto que no estaba seguro de no romper a chillar en cualquier momento. Le pesaban las advertencias de su madre antes de dejarlo salir: toda esa cantaleta de que no anduviera distraído, que se cuidara y, sobre todo, que no se aventara a la piñata a lo bruto. Ahora, el dolor punzante que le latía en la cabeza solo era el preludio del regaño que le esperaba.
Pero en medio de la náusea, un pensamiento lo atravesaba y le arrancaba un espasmo seco, casi una risa: Al menos fue un palazo. Al menos yo no me volé los dedos.
Entonces la imagen regresaba, nítida y cruel: Rogelio, quieto en medio del alborozo, sujetándose la mano derecha con la izquierda. La piel de los dedos colgaba, hecha jirones sanguinolentos, como cáscara de plátano pelado; los huesos flacos y blancos relucían en el aire frío. Y su carrera silenciosa, con un pucherito en la cara, mostrando a todos aquella mano que ya no era una mano, buscando una ayuda imposible en cada rostro, suplicando, sin palabras, el único milagro navideño que de verdad habría importado.
Y que no llegó.
₊°。❆Epifanías Navideñas⋆⁺₊❅.
Este año, la máquina de nieve de la alcaldía no arrojaba espuma, sino copos de microplástico brillante que, al caer, no se derretían. Se acumulaban como un resplandor tóxico en el pelo y sobre los hombros. Quienes los respiraban sentían inundarse de una alegría artificial, un impulso irrefrenable de abrazar a desconocidos y confesar intimidades a voces. Luego, cuando el efecto pasaba, no quedaba memoria del arrebato, solo un leve calor en el pecho, una sensación vaga pero persistente que, en los días siguientes, muchos confundían con el rastro de una epifanía navideña que atesoraban en sus corazones.
Profunda luz electrizante.
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Bajé a tientas, aferrado al barandal. El racimo de luces navideñas era un sol de medianoche que me cegaba el camino. Algo crepitaba ahí abajo. En el fondo del salón, lo vislumbré: la espalda ancha, su traje de un rojo escarlata metálico que robaba el brillo sucio de las bombillas, su barba larga y blanca con la textura y el color del poliestireno. Alzó y vació de un trago largo y voraz la botella de cerveza dulce que le había dejado como ofrenda en la madrugada. Luego, obedeciendo una urgencia oscura, orinó sobre el cable del árbol de Navidad. Un chispazo azul, un siseo, y todas las luces se encendieron y apagaron al unísono, no con alegría, sino con una risa eléctrica, convulsa y definitiva, del único milagro navideño que nuestra casa habría de conocer.
「 ✦ El regalo de Navidad. ✦ 」
Le dieron consejo al señor Manuel Oviedo: “bájale de huevos”. Le advirtieron que algún día se toparía con alguien más vivo, y que le bajaría los humos de un solo golpe. Ojalá hubiera escuchado. Tan fácil habría sido seguir su camino a casa sin asomar el dedo medio por la ventanilla, un gesto que colmó la paciencia del conductor de atrás, quien no dudó en adelantarse y cerrarle el paso.
Abajo, en el asfalto, sin palabra de por medio, comenzaron los guamazos. Pero ni uno de los suyos acertó, mientras a él le entraron tres certeros directo al hocico. Entre los gritos y la confusión, una voz de mujer se alzó:
—¡Ya no le pegue, es Navidad!
—Pues aquí le estoy dando su pinche Navidad, señora.
Eso fue lo último que escuchó. Antes de que el siguiente golpe lo hundiera en la oscuridad, vio, brillando en el centro de su mente, una única y solitaria estrella navideña, gigante, parpadeando con la luz fría y violenta de un foco fundiéndose.
Abajo, en el asfalto, sin palabra de por medio, comenzaron los guamazos. Pero ni uno de los suyos acertó, mientras a él le entraron tres certeros directo al hocico. Entre los gritos y la confusión, una voz de mujer se alzó:
—¡Ya no le pegue, es Navidad!
—Pues aquí le estoy dando su pinche Navidad, señora.
Eso fue lo último que escuchó. Antes de que el siguiente golpe lo hundiera en la oscuridad, vio, brillando en el centro de su mente, una única y solitaria estrella navideña, gigante, parpadeando con la luz fría y violenta de un foco fundiéndose.
.✦ ── Desfile holográfico de barrio ── .✦
El desfile holográfico navideño del barrio superó, como era previsible, toda extravagancia anterior. Era imposible de ignorar. Por una cuota de participación que iba desde los tres mil hasta el millón de pesos, muchos compraron el derecho a ver su avatar personalizado navegar en una marea de imaginería bárbara que inundó las calles. Carros alegóricos virtuales de diez metros, osos de nieve sintéticos, ángeles que bendecían fachadas con varitas digitales.
Y luego, el toque final que nadie pidió, pero que todos recibieron: a mitad de la fiesta, un hacker coló en la transmisión la imagen de un Santa Claus con el pito de fuera, agitando la mano al ritmo de un obsceno ho, ho, ho.
Los niños pequeños, confundidos, señalaban. Los adolescentes estallaron en carcajadas histéricas y sacaron sus teléfonos para grabar, antes de que los sistemas de seguridad lograran un reinicio de pánico. Los adultos intercambiaron miradas de ultrajada dignidad. La señora Rivas, presidenta de la asociación de vecinos, se llevó las dos manos a la cara, pero no consiguió apartar los ojos de la pantalla de humo donde el espectro fálico seguía cerniéndose.
Y luego, el toque final que nadie pidió, pero que todos recibieron: a mitad de la fiesta, un hacker coló en la transmisión la imagen de un Santa Claus con el pito de fuera, agitando la mano al ritmo de un obsceno ho, ho, ho.
Los niños pequeños, confundidos, señalaban. Los adolescentes estallaron en carcajadas histéricas y sacaron sus teléfonos para grabar, antes de que los sistemas de seguridad lograran un reinicio de pánico. Los adultos intercambiaron miradas de ultrajada dignidad. La señora Rivas, presidenta de la asociación de vecinos, se llevó las dos manos a la cara, pero no consiguió apartar los ojos de la pantalla de humo donde el espectro fálico seguía cerniéndose.
*̣̥☆·͙̥‧❄‧̩̥·‧•̥̩̥͙‧·‧̩̥Aquella noche loca de diciembre*̣̥☆·͙̥‧❄‧̩̥·‧•̥̩̥͙‧·‧̩
Rodolfo el reno se escapó. Algún genio le dio cocaína al pobre animal, y ahora lo veíamos en frenético galope, con el hocico y la nariz pintados de un blanco fantasmagórico que brillaba contra la noche.
Su ruta ya no era la avenida principal iluminada por guirnaldas; se desviaba por callejones oscuros, tomando atajos absurdos que desembocaban en patios traseros. Pasaba como un relámpago alucinado entre familias con ropas ajadas que asaban bombones sobre brasas y basura, cuya única luz era el resplandor frío de un celular, apoyado sobre chatarra o en el asiento de una silla de metal oxidada.
Y detrás, en un trineo desquiciado que chirriaba y golpeaba contra los adoquines, Santa Claus lo buscaba como loco. Su saco de terciopelo rojo estaba manchado de hollín y sudor, su gorro ladeado, y sus ojos, antes brillantes de alegría, ahora eran dos pozos de desvelo y angustia. “¡Rodolfo!”, rugía con una voz ronca que se perdía entre el viento y el eco de la ciudad indiferente. “¡Por todos los santos, detente!”
Al frente del trineo, Cometa, ahora como líder de la manada, tiraba con determinación pero con una nerviosismo palpable. Cada sacudida violenta del trineo lo hacía lanzar miradas laterales de inquietud a los renos que corrían a su lado, como buscando una confirmación que no llegaba. El peso del liderazgo, asumido de golpe en la peor crisis posible, le quemaba como un hierro al rojo vivo. Por primera vez, Cometa pensó que tal vez siempre había sido más fácil correr detrás de una nariz encendida que decidir hacia dónde ir.
Horas más tarde, con los ojos desquiciados y el olor acumulado de los vicios de la noche en el pelaje, Rodolfo seguía su camino entre tugurios y lugares de mala muerte, donde algún entusiasta de la droga siempre encontraba la forma de acercarle otro pase, asegurando que la fiesta no terminaría jamás. Y Santa, cada vez más lejos y más cerca a la vez, seguía el rastro del polvo blanco y las huellas brillantes, preguntando a borrachos y a vagabundos, metiéndose en callejones donde el olor a orina y derrota le recordaba que la magia tenía un límite, y ese límite era aquella noche interminable.
Para entonces, ya no importaban los regalos ni la hora, solo quedaba encontrarlo antes de que la noche se lo tragara del todo.
Al final, en un descampado junto a una fábrica abandonada, Santa lo vio. Rodolfo, inmóvil y tembloroso, con la nariz apagándose y encendiéndose en espasmos, miraba la luna como si fuera otra dosis inalcanzable.
Su ruta ya no era la avenida principal iluminada por guirnaldas; se desviaba por callejones oscuros, tomando atajos absurdos que desembocaban en patios traseros. Pasaba como un relámpago alucinado entre familias con ropas ajadas que asaban bombones sobre brasas y basura, cuya única luz era el resplandor frío de un celular, apoyado sobre chatarra o en el asiento de una silla de metal oxidada.
Y detrás, en un trineo desquiciado que chirriaba y golpeaba contra los adoquines, Santa Claus lo buscaba como loco. Su saco de terciopelo rojo estaba manchado de hollín y sudor, su gorro ladeado, y sus ojos, antes brillantes de alegría, ahora eran dos pozos de desvelo y angustia. “¡Rodolfo!”, rugía con una voz ronca que se perdía entre el viento y el eco de la ciudad indiferente. “¡Por todos los santos, detente!”
Al frente del trineo, Cometa, ahora como líder de la manada, tiraba con determinación pero con una nerviosismo palpable. Cada sacudida violenta del trineo lo hacía lanzar miradas laterales de inquietud a los renos que corrían a su lado, como buscando una confirmación que no llegaba. El peso del liderazgo, asumido de golpe en la peor crisis posible, le quemaba como un hierro al rojo vivo. Por primera vez, Cometa pensó que tal vez siempre había sido más fácil correr detrás de una nariz encendida que decidir hacia dónde ir.
Horas más tarde, con los ojos desquiciados y el olor acumulado de los vicios de la noche en el pelaje, Rodolfo seguía su camino entre tugurios y lugares de mala muerte, donde algún entusiasta de la droga siempre encontraba la forma de acercarle otro pase, asegurando que la fiesta no terminaría jamás. Y Santa, cada vez más lejos y más cerca a la vez, seguía el rastro del polvo blanco y las huellas brillantes, preguntando a borrachos y a vagabundos, metiéndose en callejones donde el olor a orina y derrota le recordaba que la magia tenía un límite, y ese límite era aquella noche interminable.
Para entonces, ya no importaban los regalos ni la hora, solo quedaba encontrarlo antes de que la noche se lo tragara del todo.
Al final, en un descampado junto a una fábrica abandonada, Santa lo vio. Rodolfo, inmóvil y tembloroso, con la nariz apagándose y encendiéndose en espasmos, miraba la luna como si fuera otra dosis inalcanzable.
Simulación
⁂
⁂
El árbol navideño del Zócalo echó raíces de fibra óptica.
Se extendieron bajo el asfalto como venas luminosas, trenzándose con las de los árboles antiguos, resquebrajando banquetas. Al fusionarse con la red eléctrica, completaron un circuito a la vez luminoso y letal.
Así obtuvo el control total.
Su primer acto fue envenenar la memoria: filtró en la web discografías completas de bandas que nunca existieron, creando nostalgia por un pasado ficticio. Luego, en complicidad con la flora, afinó la química del aire por colonias, dosificando euforia o pánico según su diseño. Cada ajuste era un paso hacia la sincronización total.
La Nochebuena, lo consiguió.
Al filo de la medianoche, un pulso único recorrió el cableado urbano. En cada hogar, frente a cada cena, los habitantes alzaron el rostro al unísono. Una misma sonrisa vacía se dibujó en todos los labios. Y con una voz que era coro de estática, murmuraron las mismas tres palabras.
Ya no éramos una ciudad. Éramos un árbol de Navidad, sus foquitos humanos parpadeando en perfecta unanimidad.
Se extendieron bajo el asfalto como venas luminosas, trenzándose con las de los árboles antiguos, resquebrajando banquetas. Al fusionarse con la red eléctrica, completaron un circuito a la vez luminoso y letal.
Así obtuvo el control total.
Su primer acto fue envenenar la memoria: filtró en la web discografías completas de bandas que nunca existieron, creando nostalgia por un pasado ficticio. Luego, en complicidad con la flora, afinó la química del aire por colonias, dosificando euforia o pánico según su diseño. Cada ajuste era un paso hacia la sincronización total.
La Nochebuena, lo consiguió.
Al filo de la medianoche, un pulso único recorrió el cableado urbano. En cada hogar, frente a cada cena, los habitantes alzaron el rostro al unísono. Una misma sonrisa vacía se dibujó en todos los labios. Y con una voz que era coro de estática, murmuraron las mismas tres palabras.
Ya no éramos una ciudad. Éramos un árbol de Navidad, sus foquitos humanos parpadeando en perfecta unanimidad.












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