I N A R I (稲 荷)
Hay que terminar con esto. Sí, de alguna forma voy a terminar con todo esto. No debo pensarlo demasiado. Estoy sentado, observando el falso techo que me resguarda de la lluvia. Afuera llueve. Cuando salí de casa hacía un buen día. Lo que se dice un gran día. Despejado, sin nubes a la vista. Apenas llegué y comenzaba a nublarse. Ahora llueve a cántaros. A cántaros, de un tiempo a la fecha se me escapan esa clase de expresiones y me sorprendo. Pero sí, es verdad que llueve con fuerza, como se suele decir, llueve a cántaros. Observo el falso techo y sigo con detenimiento cada bloque. El falso techo cuenta con diversas divisiones cuadradas. Fijo la mirada en cada una de las divisiones y concluyo que se encuentra recién pintado. Al ingresar a este sitio percibí la amalgama olfativa. El abanico de aromas. Asciende del suelo un olor. Resulta agradable esa sensación. Digo que huele a tierra mojada porque afuera en verdad que llueve. Se cae el cielo a pedazos. Quién lo diría, hacía un día la mar de bien y de un momento a otro se cae el cielo a pedazos. Al instante reconozco el olor a cloro. No demoro en percibir otros aromas: desinfectante y alcohol. Huele demasiado a alcohol. En otro momento pensaría que soy yo el que huele de esa forma tan específica. Que soy yo quien emana esa fragancia. No obstante me encuentro sobrio. Llevo tantos días en sobriedad que he perdido la cuenta y el entusiasmo por socializar. Solía echar de menos la tertulia, por supuesto, pero Dios mío, tantos años viviendo de noche tarde o temprano cobran factura. De alguna forma me abrumó el conjunto de voces y los ecos correspondientes y ahora ocupo la noche para dormir. Cuando se vive de noche a menudo se olvida que hay gente durmiendo. Que la utiliza para reponer energías. Ahora formo parte de ese grupo, de esa gente. Así es. Porque siempre se forma parte de algo. Ahora duermo sin oler a alcohol y despierto al alba. Hoy desperté y me dije que había que terminar con todo esto. Hacía un buen día cuando salí de casa. Pensé que había llegado el momento y me puse en marcha. Así sucedió. Un buen día, eso digo, pero de un momento a otro comenzó a nublarse y ahora en verdad llueve. Una gota se cuela por el falso techo y golpea mi nuca. Si el falso techo se encuentra recién pintado, debo tener entonces una mancha de pintura sobre la nuca. No estoy solo en este sitio. Hay un hombre sentado a mi costado. Detecto que no puede controlar el movimiento de sus pies. Las puntas de sus pies se mantienen ancladas al suelo, pero vaya que mueve los talones. Sí que sabe mover esos talones. Sube y baja los talones con gran ritmo. Con agilidad y constancia. Reposo la barbilla contra mi pecho y miro de soslayo el movimiento de sus pies. Será que se encuentra impaciente o es la forma que ha desarrollado para medirle el pulso a la vida, a lo que en música le llaman tempo. Un metrónomo de carne y hueso. Está comprobado que mover las manos hace que se piense de otro modo, que se consiga pensar distinto, pero caramba, mover los pies de esa forma resulta desconcertante, vaya que sí. Existe un trastorno relacionado a la incapacidad de mantenerse quieto. Siempre hay un nombre para cada trastorno habido y por haber. En el caso del sujeto a mi costado se trata de acatisia. Eso es, acatisia. Así es como llaman a la sensación de inquietud que imposibilita estarse un segundo quieto. Eso lo sé debido a una revista que leí ayer mientras aguardaba en el supermercado. Un artículo de neurología, creo. Y si lo pienso con detenimiento seguro puedo recordar el nombre de otros trastornos. Bastará con que me lo proponga para recordar una serie de ellos, seguro que sí. Porque es cierto que cuando uno se lo propone encuentra el nombre del trastorno que le corresponde. No hay quien se escape del trastorno. Somos una sociedad de trastornados. Vaya, estoy casi seguro que si en verdad me lo propongo puedo recordar esos nombres. Por ejemplo, está el trastorno de identidad disociativo, ese que fragmenta la mente en pedazos, como un espejo que cae y se rompe en pedazos. Cada fragmento del espejo es una persona diferente, cada uno con su propia historia, sus propios miedos, sus propios sueños. Puedo recordar otros si así me lo planteo. Solo es cuestión de echar a andar la máquina que tengo dentro de la cabeza. El cerebro, como también le dicen. Y debo tener una mancha de pintura ahí arriba; afuera, en la parte externa de esa máquina. Porque huele a pintura y a formol. Ese olor apenas lo percibo. Sin embargo no hay duda que huele a formol. También huele a alcohol. El alcohol es el aroma que más predomina en este espacio. Pero de ninguna forma puede ser el sujeto a mi costado o yo quien despida esa fragancia, ya que no he bebido gota de alcohol en meses y él se encuentra en lo suyo, midiéndole el tempo a su trastornado presente. Cada uno a lo suyo, como se dice. Ya lo he dicho, la amalgama olfativa. Estoy sentado sin hacer demasiado. Aguardando. Ayer también aguardé en el supermercado y me leí una revista mientras aguardaba. Había otro trastorno que captó mi atención en aquel artículo. El esquizoide, trastorno esquizoide, decía. Aquél que convierte a las personas en espectadores de su propia vida, como si fueran fantasmas flotando en un mundo que no les pertenece. De este último quedé absorto pensando en mí mismo. Cuando leía en el supermercado no había tantos aromas en el ambiente, o no recuerdo bien, lo que estoy seguro es que no olía a formol. Ahora mismo me encuentro absorto. Frente a mí se extiende una fila de sillas en espejo idénticas a la fila en la que me encuentro sentado. Un niño sujeta un dispositivo electrónico con ambas manos del que no despega la vista un solo instante. Una mujer, probablemente su madre, cruza e intercala las piernas con movimientos bruscos cada vez que alguien pasa a su lado. Niega con la cabeza constantemente y frunce el ceño. Pasé algún tiempo contemplando el falso techo que no me percaté el instante exacto de su llegada. Veo que la mujer se acomoda el pelo en reiteradas ocasiones antes de cambiar la pierna de sitio. Algo inquieta a la mujer y su ceño la delata. Pretendo no ser descubierto observando a la mujer junto al niño. Aparecieron sin más o se encontraban sentados cuando llegué, son cosas que no llegaré a saber. También aguardan, de eso estoy cierto. Si de algo puedo estar cierto y presumir por ello es que la mujer y el niño se encuentran aguardando. También el sujeto del gran ritmo en los pies y yo aguardamos. No hay demasiado por hacer salvo aguardar. Lo dice un rótulo con letras recién pintadas en el muro junto a los sanitarios: SALA DE ESPERA. No dice precisamente sala de aguardo, pero se sobreentiende que todos los aquí presentes nos encontramos aguardando. Eso deberíamos saberlo todos. Al menos lo doy por sentado. Me pregunto si acaso el niño sabe eso. Si es de su conocimiento. La mujer no parece en lo absoluto contenta aguardando. Su rostro demuestra el descontento. Frunce demasiado el ceño. Sin duda hay días en los que se aguarda demasiado. Ayer en el supermercado y hoy aquí. Al menos ayer tenía una revista entre las manos. De la misma forma que el niño de enfrente ahora sujeta un dispositivo, yo sujetaba una revista. Me pregunto si el niño conocerá las letras del alfabeto. Si la mujer resulta ser la madre del niño, se habrá encargado de enseñarle las letras del alfabeto. Se habrá tomado el tiempo para mostrarle tanto la A mayúscula como la a minúscula, seguida de la B mayúscula y la b minúscula y así sucesivamente. Puede el niño practicar con las paredes. No había notado la cantidad de rótulos recién pintados que hay en la sala de espera. Diría que pasaron desapercibidos. Resultaron inadvertidos a la vista pero no al olfato. Son sin lugar a duda letras que se distinguen por su aroma. Huele al acomodo que le han dado al alfabeto. Amén de las buenas prácticas, acomodaron de distintas formas el abecedario para sugerir mensajes. Es bueno aprender el alfabeto. Al menos yo soy de ese pensamiento. En verdad ignoro si la mujer es la madre del niño y de ser así, sí comparte el mismo pensamiento. Si le ha brindado la debida importancia. Así es esto. Lo memorizas y luego intercambias de posición las letras. Practicas día y noche posibles combinaciones hasta que vas formando palabras que describen con mediana precisión lo que se pretende decir. De tal forma que esas divinas creaciones las entrelazas con otras tantas hasta formar oraciones. Te vas comprometiendo, imaginas que algo grande está sucediendo. Situando oración tras oración es que nacen los párrafos. Finalmente apilas una serie de párrafos, te prometes estar dibujando en la mente de los refinados y sagaces lectores una pletórica cantidad de imágenes que dan vida a los más variados y sensacionales sucesos. Historias que solo a ti pudieron ocurrírsele debido al gran ingenio que Dios te dio. Entonces escribes día y noche, acomodas y desacomodas las letras. Redactas con desbordante pasión los textos que nunca te satisfacen y por supuesto nadie leerá. Imagino que por ahora el niño ignora todo eso ya que la mujer no se ha dignado a enseñárselo. Como quiera el niño se mantiene ocupado con el dispositivo que sostiene entre las manos. De una u otra manera hay que mantenerse en actividad para no resultar tan afectado con uno de tantos trastornos. Sí, damas y caballeros, así es. Mantenerse en actividad para no pensar demasiado en el tiempo finito. Porque si se comienza a pensar demasiado sobre esto o aquello en verdad que todo se vuelve difuso. La vida misma comienza a carecer de colores. Mejor se recomienda no sobrepensar. Eso decía la revista que leí en el supermercado. Que eso del sobrepensamiento nos está llevando al borde de la histeria personal y colectiva. Se debería aprender a mantener las distancias entre los hábitos que nos hunden y los que nos rescatan. Es lo que se recomienda. Desarticular los pensamientos que nos subyugan como especie. Hacer de la contemplación del presente sin prejuicio el mejor de nuestros hábitos. Eso es lo que pienso, que el tiempo de vida es tan absolutamente finito que cualquier momento resulta generoso. Esto tarde o temprano culmina. De eso también puedo estar seguro. Indudablemente todo llega a su fin. Así que cuando consiga poner fin a todo este asunto voy a tomar las riendas de mis días. Voy a cumplir al pie de la letra los sueños que he abandonado. Saldré caminando y para entonces espero que la lluvia haya cesado. Abandonaré a pie este sitio e iré a comprar un organillo. Es así como ha de suceder. Me haré de un instrumento musical. Porque ya casi no se toca el organillo. Es un instrumento maravilloso. Es una pena que ya nadie se interese por tocar el organillo. Lo conseguiré y me pondré en marcha. A mover con ahínco la manivela. Se requiere entusiasmo para manejar con destreza la manivela que hace sonar al organillo, eso lo sé. Y ya que esto tarde o temprano termina, porque sí o sí culmina, pues pienso que puedo dedicar unos buenos años al organillo. Aún puedo llegar a ser alguien con experiencia. Un afamado organillero. Salí de casa con un clima extraordinario escuchando a Emerson Kitamura en los auriculares. Me gusta ese nombre, el de Emerson Kitamura, podría ser mi nombre de organillero. No obstante ya existe un Emerson Kitamura en la nación del sol naciente y resulta que toca bastante bien, hace lo suyo, mas no toca el organillo. Es una verdadera pena que no conozca a alguien que toque el organillo. Seré el primer organillero que conozca. Lo puedo imaginar. Si en verdad me lo propongo es posible imaginarlo. Me veo sonriente y satisfecho portando un impecable atuendo marrón. Mano en manivela, cubriéndome de los finos rayos del sol únicamente con mi elegante sombrero del color de mi atuendo. Girando la manivela sin cesar. Lo trazo en mi mente y sonrío contemplando el falso techo. Me quedo absorto observando el falso techo. Y si bien he escuchado que no cualquiera puede llegar a ser organillero, que es un oficio que más bien se hereda, estoy decidido a dar lo mejor de mí para ganarme una posición entre los organilleros. Aunque después de poner punto final a todo esto no tenga a quién heredar el oficio. Desconozco si el sujeto a mi costado también aguarda para hacer lo propio. Para concluir también con todo esto. Cortar los diminutos cables y ponerle fin a su descendencia. De ser así es probable que sea el motivo del ritmazo que ejecuta con sus talones. Su singular acatisia. En todo caso a mí no me incumbe a qué se deba el descontrol de sus movimientos ni por supuesto me interesa saberlo. Tampoco es de mi incumbencia lo que pueda pasar por la mente de la mujer que frunce el ceño o si el niño algún día aprenderá el alfabeto. Francamente no me importa. Lo importante es que seré un organillero. Hace décadas fui diagnosticado con trastorno impulsivo compulsivo, aunque prefiero llamarle trastorno del pensamiento propio, así suelo llamarlo. Bueno, el chiste es, para mi suerte, que ese diagnóstico no impedirá someterme al sencillo procedimiento. En realidad todo sucedió muy rápido, como siempre. Escuché que era una pequeña cirugía sin el uso de agujas ni del afilado bisturí. Y bueno, qué te digo, al día siguiente ya me encontraba aquí, con todo este asunto del papeleo, aguardando. Sin más. No me lo he pensado demasiado y me encuentro aguardando. Salí de casa y hacía un gran día. Despejado. Un día lo que se dice la mar de bien. Y de pronto, de un momento a otro, comenzó a llover a cántaros. Te sugiero, lo digo enserio, Emerson Kitamura, inténtalo en cualquier momento. Reproduce a Emerson Kitamura en los auriculares y de pronto, como por un extraordinario acto de magia, te encontrarás pasando por alto la adversidad. En fin, digo que en cualquier instante seré llamado por una asistente y recibiré una amena charla. Una plática cuyo objetivo es brindar orientación sobre la intervención ambulatoria. Me harán firmar una serie de documentos tras escuchar la charla informativa “cien por ciento jugo sin semillas”. Estoy en el centro de salud con la mirada en el falso techo. El sujeto a mi costado mueve los talones, marcando el tempo de su propia espera. La mujer cruzando las piernas y frunciendo el ceño junto al niño que no despega la vista de su dispositivo. Sigo aquí, con una gota de pintura que se seca lentamente en mi nuca: contemplando y aguardando. Me leí todas las letras del alfabeto acomodadas de las más diversas formas en una revista de medicina que encontré en el supermercado y opté por practicarme la vasectomía. Será un instante breve. Así que me someteré a la esterilización para continuar con mis sueños en la manivela. Es una suerte que no requiera ingreso hospitalario y pueda partir pronto de esta sala. En menos de lo que canta un gallo me encontraré lejos de este sitio. ¿Te das cuenta? Con el pasar del tiempo se han adherido esa clase de expresiones coloquiales. Y menos mal que interrumpo mi descendencia para no transmitirle a nadie esas frases que últimamente utilizo para expresar las ideas. Tras pensármelo más bien nada, no encontré interés alguno en experimentar la paternidad. Renuncio sin culpa. Me gustaría ahondar más al respecto pero en cualquier segundo seré llamado para poner fin a todo esto. Y cada uno a lo suyo. Cada cual a su propia vida. Yo seré un virtuoso organillero y me resguardaré de los delgados rayos del sol con mi sombrero marrón. Repartiendo alegrías al giro de la manivela. Un futuro brillante se dibuja ante mí. Seré el artífice de mis días. El padre de mis decisiones. Ya lo creo. Y cuando el sol proyecte mi reflejo sobre el organillo y sepa que el tiempo se acerca a su fin, encontraré sosiego, experimentaré absoluta calma. Sabré que en esta vida, finita e imperfecta, son el eco de nuestras acciones lo que en realidad perdura. El sonido eterno de todas las letras.
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