| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

DIA DE MUERTOS

DIA DE MUERTOS
C I C U T A ☘︎ V I R O S A

E C O S • 💀

 

JUAN ELEUTERIO

   
   
De Juan Eleuterio se dijeron siempre cosas extrañas, casi imposibles. Que al nacer sorprendió a propios y extraños con su mirada fija, desafiante. Que si con su llegada comenzaba el final de los tiempos. Que si la ausencia de iris en sus globos oculares se trataba de un ajuste de cuentas de algún espíritu atormentado. Dicen que en la concavidad de sus ojos solo habitaban dos pupilas enormes, negras como el alquitrán; un par de pozos sin final.

     Su vida sucedió demasiado rápido, como en un sueño. A los cinco años, decían, podía señalar el último día de vida de cualquiera con sólo mirarlo. Por eso muchos pensaron que no era un niño cualquiera, sino la reencarnación del mito que el mismo pueblo inventó para asustarse. Al principio venían de todas partes. Se formaban frente a su casa, deseosos de conocer el final de sus días. La madre, viuda y desdichada, vio pronto la oportunidad: entre la culpa y el hambre, convirtió el don de su hijo en su único sustento. Por una moneda decía el año. Por dos, el mes. Y por cuatro, el día exacto en que el alma se soltaría del cuerpo. Al encuentro de Juan Eleuterio acudieron toda clase de periodistas. Vinieron extranjeros con sus cámaras y científicos de prestigiosas universidades. La madre pronto amasó una gran fortuna. Pero la vida de Juan Eleuterio nunca llegó a florecer.
 
    Cuentan que una mañana de octubre, el pequeño Juan Eleuterio se despidió para siempre de su madre. Le bastó una mirada para saber que la muerte la rondaba, y se marchó sin decir nada. Se llegó a decir que lo vieron vagar por otros pueblos, sin destino ni sombra, con el silencio a cuestas. Algunos cerraban las puertas cuando lo reconocían. Otros tantos se persignaban al verlo pasar. Juraban que en la mirada guardaba la muerte.

    A los quince, cansado de sí mismo, se entregó a la bebida. Desde entonces se perdió su rastro. Ya nadie supo de él. Algunos aseguran que vertió ardiente cera en sus ojos y así dormirlos para siempre. Otros juran que lo arropó una hechicera y lo ocultó eternamente del mundo terrenal.
Varias voces sostienen que cada otoño, cuando las hojas caen y el aire se vuelve denso, Juan Eleuterio se pone a escribir historias iguales a ésta. Con las mismas letras. Y que sus palabras solo pueden ser leídas, por aquellos que están por morir.

 

ECOS


    
Una vez asistí, según puedo recordar, a la celebración del Día de Muertos en casa de unos completos desconocidos. Por supuesto no recibí invitación alguna para su celebración anual, pero aun muerto, uno no está exento de la tentación. Así que bueno, de pronto me vi ahí, con las puertas abiertas de par en par, compartiendo con aquellos extraños.

     Les cuento. Debido al asueto me otorgaron licencia para visitar por algunas horas los sitios a los que alguna vez creí pertenecer. Apenas arribé, tomé el sendero de apestosas flores que los vivos suelen colocar en estas fechas para guiar a sus seres alguna vez queridos hacia lo que les gusta imaginar que es el otro mundo, la vida tras la muerte, algún sitio distinto; ingenuos, ignoran que la muerte es una mudanza sin dirección, un eco persistente en la memoria de los demás. En fin, prosigo. Avancé por el sendero de las flores, rumbo al sur, ese punto cardinal que desde siempre me conduce al sitio donde alguien, con más buena voluntad que memoria, suele esperarme. Unas cuantas cuadras después giré al oeste, y ahí es donde debía estar mi retrato rodeado de velas, pan dulce, papel picado y una variedad de alimentos fríos y en distintos estados de descomposición. Como ya he dicho, aquella madrugada de noviembre algo en las coordenadas debió fallar: un cálculo impreciso en los recovecos de mi difunta y extraviada mente me desvió del rumbo y no encontré el acostumbrado altar del día de muertos erigido en honor a mi exquisita invisibilidad. Exhausto, porque sí, los muertos también nos cansamos, me vi rodeado de una jauría de gatos callejeros. Ellos, a diferencia del humano promedio, no distinguen entre vivos y muertos: perciben a todos por igual. Me senté junto a ellos, bajo la luz de una farola tintineante, intentando justificar la ausencia de mi altar. Al fondo, para que el cuadro resultara todavía más deprimente, se escuchaban las plegarias de algunas familias en las ruinas de la iglesia de Santa María de Jesús Sacramentado. Experimentaba tal desconcierto que poco faltó para unirme al rezo. Venir desde tan lejos, pensé, para volver con sed y con el estómago vacío es un lujo que ni los muertos podemos darnos. ¿Qué parte de “honrar a tus difuntos” no entendieron los vivos? ¿Se habrán ofendido por mi falta de entusiasmo el año pasado? ¿Acaso uno puede ser castigado de esa aberrante forma por no comerse los alimentos ofrecidos? Me invadió una rabia tan grande que, por un instante, olvidé que estaba muerto. Recordé entonces mi última gran escena, el disgusto del año anterior, cuando en un arranque de dignidad incendié mi propio altar por haberme ofrecido tacos de cilantro con vestigios de carne y cerveza caliente sin alcohol junto a mi retrato de niño vestido de San Juditas Tadeo. Una absoluta falta de tacto. Que ni muerto uno se libra de hacer corajes: en serio te lo digo.

    Pues bueno, el caso es que muchas veces los vivos no parecen apreciar el esfuerzo que se realiza año tras año en venir a visitarlos. Entonces, me envolví en mi gabardina y, con la noche por delante, decidí encaminarme a cualquier sitio. Al otro lado de la acera, lejos de los gatos y la farola descompuesta, se abría paso un callejón iluminado con antorchas de citronela. Un mar de gente se desplazaba hacia aquel corredor, así que me dejé llevar por la multitud. Giré en la angosta calle y me adentré en la oleada. Ante mí se extendió la algarabía. Sobre el andador los colores y el ambiente festivo resultaban alucinantes. El camino entero olía a fritanga y copal. Niñas y niños corriendo disfrazados de zombis, calaveras y vampiros. Las madres, con su invaluable y santa paciencia, sujetando canastos de mimbre rebosantes de dulces y monedas de chocolate. Algunos padres, a un costado y aguardando, disimulaban su aburrimiento sosteniendo latas de cerveza tibia. Las Ánimas primerizas se arrastraban buscando el rumbo; parejas de ancianos caminando con soltura; marimbas y mariachis entonando “La Llorona” con la emoción de quien recibe a sus invitados tras una larga travesía. En estos días las calles adoptan un matiz especial. Los puestos ambulantes ofrecían tamales, atole y benditos tacos sin cilantro; churros y capirotada. La resplandeciente catrina despachaba buñuelos con una sonrisa de yeso. Un sujeto de carácter alegre y el rostro pintado, el cual emanaba, por algún extraño motivo, un desagradable tufo a materia fecal, cobraba entusiasmado detrás del tablón sobre el que reposaban las calaveritas de alfeñique. Decenas de disfraces de humana creatividad adornaban el transitar. En las esquinas, ancianas disfrazadas de brujas discutían sobre el precio del pan, agitando sus bolsas como si conjuraran un hechizo. Algunos entusiastas se retrataban junto a otros disfrazados, recargando su cuerpo sobre tumbas de cartón. Dos poetas extraviados, en incuestionable estado de gracia, levitando entre el humo y el murmullo, declamando calaveritas literarias para su audiencia inexistente. Fumadores empedernidos impregnando el ambiente de tabaco y hachís. Un ciego avanzaba con el bastón en la mano, como si sus ojos apagados alcanzaran a percibir lo que los demás habían olvidado ver. El sordo absorto, ajeno a la música y al alboroto, movía los labios dialogando con su propio pensamiento. Grotescamente maquilladas, las gordas del barrio, reinas del asfalto, reliquias de la fiesta interminable, se erigían como catrinas voluptuosas. Las prostitutas, por su parte, lucían halos de purpurina y alas negras: ángeles vencidos, criaturas manipuladoras al servicio del deseo.

    Aquello parecía perfectamente coreografiado. Un visitante ajeno pensaría sin duda que todo aquello era un delirio, un revoltijo sin sentido: un carnaval sin forma. Pero yo, que ya he visto el otro lado del espejo, supe que todo aquello albergaba un orden secreto. La muerte, me dije, no es en lo absoluto el fin de algo concreto, sino el eco de una fiesta que nunca termina.

     Y así, mientras contemplaba el bullicio y me deslizaba entre la bruma y la semioscuridad, un rostro emergió entre la multitud como un reflejo del pasado. En una esquina, apoyado en una vieja caseta de periódicos, un hombre de edad incalculable devoraba un elote con la mirada perdida, como si no perteneciera del todo a aquél mundo. La multitud avanzaba hacia el panteón para rendir homenaje a sus muertos; él, en cambio, caminaba en dirección opuesta, contracorriente, como guiado por una secreta voluntad. La curiosidad me invadió con una fuerza inusual. Decidí seguirlo, atraído por esa presencia que parecía moverse entre conocidas sombras. Avanzó con paso firme a través de un laberinto de callejones desiertos, y algo en su calma me hizo pensar que estaba al tanto de mi presencia, al corriente de mi persecución. Entonces, un par de gatos irrumpieron desde la penumbra aullando a mi costado. Cuando el maullido se extinguió, el hombre ya había desaparecido. Continué caminando, sin rumbo, con la sensación de haber cruzado un portal del que no podría regresar.

    En ocasiones da lo mismo moverse o quedarse quieto. La luna, suspendida en un cielo inmenso, derramaba su luz en el sendero donde me encontraba detenido. A mí alrededor no quedaba ni un alma; atrás había quedado el tumulto y la celebración. De pronto, y eso sucedió así, escuché el crujir de una madera que me arrebató el silencio. De una casa antigua, con las ventanas rotas y la pintura agrietada, se entreabrió una puerta de la que emergió el extraño sujeto de mi persecución. Me dirigió una mirada solemne, calma e inquebrantable con la que me invitó a entrar. Recorrimos un angosto pasillo hasta llegar a una pequeña choza en la que se encontraba una mesa circular que sostenía flores, velas, alimentos y fotografías de rostros desconocidos. En medio de la ofrenda, a la débil luz de una vela palpitante, descubrí una fotografía sepia quemada por los bordes, con el cuerpo que en vida habité. ¿Reconoces algún rostro en los retratos? Me preguntó con un hilo de voz apenas perceptible. Estamos todos aquí, añadió, solo faltabas tú: te estábamos esperando. Levanté la vista y sujeté una vela. Recorrí la habitación con lentitud procurando iluminar con la débil llama cada uno de los semblantes presentes. Parecían venir de distintas épocas; no existía afinidad alguna entre ellos. Era evidente que no pertenecían a la misma familia y que no se trataba de una celebración común del día de muertos. Se encontraban reunidos por una razón que continuaba ignorando. Todo aquello me resultó profundamente desconcertante. Pensé en partir de aquél sitio al que no había sido invitado y al que, tal vez, había llegado por error. Me disponía a abandonar el recinto cuando el misterioso sujeto que me llevó hasta allí, alzó la voz. Todos los aquí presentes fuimos tú, dijo recargado en una ventana empañada y sosteniendo una taza de barro. Somos tu Yo de tiempos inmemoriales. Tú eres yo, y él; y aquél, agregó señalando una esquina. También eres, es decir, somos, los que están por migrar ¿me explico? Vivimos diversas y multidimensionales existencias. Navegantes, eso es lo que somos. Eternos navegantes en el inagotable macrocosmos. Por algún tiempo finito, lo que dura un pestañar, nos escondemos tras pieles distintas. Por eso algunos sueños nos obsesionan, porque nos remiten a momentos que nuestra luz interior aún recuerda. Porque uno no muere una sola vez, sino tantas veces como uno logra recordarse.

     El hombre que había seguido por los callejones no era otro que un Yo antiguo, visitando a los que fueron parte de su encarnación. Siempre creí tener el derecho de ser único en la vastedad del universo. Me irritaba imaginar que he existido incontables veces, y que de cada una apenas conservo el eco, el temblor de una imagen que no termino de reconocer. Pero ahora comprendía que incluso en esa vida que se creyó la única, uno duerme y sueña con sus otras vidas, tan remotas que solo sobreviven en la memoria de quien ya no las recuerda. ¿Cuántas veces habremos muerto y no logramos recordar?, ¿por cuántos caminos habremos deambulado, silenciosos y pensativos, antes de volver a germinar el vientre de una libélula? ¿Cuántos seres distintos habremos sido y nunca conseguiremos reconocer? ¿En qué momento nos hicimos prisioneros de un solo cuerpo y para la eternidad?

     Contemplo mi ofrenda y me fundo con las velas. Escucho el trino de los pájaros. Celebro las vidas que he sido; las que seré y las que estoy por olvidar. La vida en la tierra constituye un laberinto personal y de preparación para la muerte. El corazón como metrónomo. El cuerpo, un lugar de paso. Somos la suma de nuestras desapariciones. Y volveremos una y otra vez. Una y otra vez.


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