CICUTA VIROSA II ✏ TARSICIO SABIDO
Nadie se muere de la muerte,
todos morimos de la vida
Octavio Paz.
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Aprovechando la temporada de cosecha de la guayaba fresa, cuya principal característica es el color rosa de su pulpa, fue que acudí a media noche a recolectar un par de docenas de la estacionaria fruta. Mi intención era preparar un menjurje casero a base de guayaba, miel y limón, para mantener mis defensas en alto ante la inevitable llegada del gélido noviembre. Para mi sorpresa, no resulté ser el único individuo con tan formidable idea. Al arribar al suntuoso árbol, localizado a escasos metros del parque residencial en el que suelo hacer algunos ejercicios matutinos, me encontré a un viejo colega de mi infecunda etapa universitaria, sujetando una pequeña canasta de mimbre, haciendo su propia colecta. No existe horario para externar un saludo. Creo que se alegró al igual que yo de encontrarnos nuevamente, así que dejó su pequeño canasto y me benefició con su abrazo seguido de algo que considero resultó ser una exaltación verbal.
—Bueno, — le dije—, me da mucho gusto encontrarte.
—A mí también, cabrón. ¿Cómo has estado, carnal? —preguntó.
Respondí con un ligero encogimiento de hombros.
—Pues ya sabes —continué—, como a todos. Algunos días muy bien, con tanta felicidad que parece que no me cabe en el cuerpo, y otros días más bien oscuros, repletos de pensamientos fatalistas.
Dada la hora y el sitio en el que nos encontrábamos, ambos mantuvimos la conversación en voz baja, no por miedo a que los vecinos nos reclamaran por las guayabas fresa, que seguramente consideraban suyas, sino más bien por respeto a la luna, que esa noche lucía llena y radiante, en lo más alto del cielo.
—¡Chingón! —dijo, mordiendo al mismo tiempo una de las frutas. —No cambias, güey. Siempre hablando de esa forma tan peculiar.
En ese momento quise decirle que quizá era algo más, una especie de condición verbal bastante personal que jamás he tratado con la debida importancia. También pasó por mi mente confesarle que a menudo me siento como si viviera en un eterno y absurdo relato. Repleto de diálogos imbéciles ordenados meticulosamente con su respectivo guion largo para introducir las intervenciones de cada personaje. Que por supuesto la vida no sucede de esa forma tan estructurada. Más bien todo lo contrario, acontece en un fluir de la conciencia irremediable y sin freno. Quise también citar aquella frase que siempre olvido pero que dice algo así como: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Pero, como tantas veces, me quedé callado y también mordí una guayaba. Ahora que recuerdo un poco en cómo sucedieron las cosas, creo que ambos ya habíamos recolectado la cantidad suficiente de fruta, porque nos quedamos en silencio simplemente contemplando el cielo. Era una noche despejada y como he dicho antes, había luna llena y ésta mantenía unos formidables tonos azules, un fenómeno astronómico que es difícil de predecir aún en nuestros días. Entonces el instante de contemplación fue abruptamente interrumpido por otra pregunta de mi antiguo colega.
— ¿Has estado escribiendo algo? — cuestionó sin más. A lo que no supe que contestar. Es normal que me resulte complejo dar respuestas concretas a mis más variados interlocutores.
—Me parece que sí— dije —. Pedacería por aquí y pedacería por allá. Decenas de archivos desperdigados por el ordenador. Documentos en blanco, alguno que otro con apenas una letra, una vocal solitaria. Escribo una letra, o quizá un punto al azar... el punto final, tal vez. Porque, al fin y al cabo, así debió haber comenzado el universo: con un punto minúsculo, una partícula insignificante. A veces sitúo una "A" en la página, y al verla pienso que esa letra del alfabeto será el principio de algo inmenso, algo grande, un texto inolvidable. Sin lugar a duda será parte de algo tan profundo y reflexivo que, en el futuro, las naciones se verán obligadas a traducirlo para inculcarlo a sus ciudadanos y así fortalecer sus valores. No estoy intentando encontrar la inmensa vaca galáctica que menciona mi entrañable Marion Sylder en su miseria interna. No, eso no. Sencillamente le estoy otorgando el valor que merece a una sola letra. Una vocal en medio del vacío. Porque por eso, si me preguntan, en ocasiones bebo y bebo cerveza hasta reducir la ansiedad emocional a niveles inexistentes. Para sumergirme en estados de conciencia que me permitan escuchar el silencio a mi alrededor y prestar mayor atención. Porque como dice Pedro Almodóvar, el mundo está repleto de las mejores historias, únicamente hay que observarlas con mayor detenimiento y después transcribirlas. Entonces ese solitario grafema en su universo vacío encuentra la posición para la que originalmente fue escrita. Porque todo, absolutamente todo en esta esfera de agua, tiene una razón de ser. —Contesté y continué comiendo guayabas fresa y observando la alucinante luna azul.
En un momento dado despertamos del letargo en el que ambos nos encontrábamos.
— ¿Quieres dar un rol en la nave, carnal? — preguntó.
Accedí sin pensármelo demasiado. Preguntó entre otras cosas qué es lo que estaba o había estado haciendo todos estos años. En un silencio que por fortuna no se hizo incómodo, le comenté que estuve esperando diecisiete años a que saliera en nuevo álbum de Manu Chao.
—Ya sabes —le dije—, para poner un poco de movimiento a esas estáticas caderas.
Mientras sujetaba el volante con la mano izquierda, iba armando con notable destreza un canuto con la mano derecha. Lo encendió y tras dos breves fumadas me lo ofreció sin retirar un segundo la vista del trayecto. Para no mostrarme descortés acepté sin titubear y fumé un poco de ese chocolate en su compañía. No pasaron ni diez segundos cuando comencé a sentir la apremiante necesidad de expresarle más sobre mi vida desde el último encuentro que sostuvimos, pero lo único que pude decirle fue que en realidad, ahora que lo pensaba, no me acordaba de muchas cosas, o al menos de casi nada.
— ¿Cómo? —, cuestionó.
Me encontraba absorto mirando con detenimiento la luna y su composición. Como si hubiera atisbado a través de la ventanilla una pantalla con diversas memorias. Aparecieron escenas de mi niñez caminando junto a mi madre.
Quizá mañana consiga salirme con la mía y pueda librarme de ir a terapia. Ya fui a nadar ayer, jugué al fútbol con mi hermano y sus amigos y hasta participé en el juego de las escondidas con los niños de mi edad. Pero mamá insiste que es importante acudir a terapia porque pensó que quería lanzarme de un tercer piso. Cuando cumplí los siete fue que comenzó este alboroto.
—Tranquila, mami— dije sujetándola de la mano —, es solo un experimento.
Pero igual terminé sentadito frente a una señora de aspecto más bien desagradable que traía consigo un montón de cartulinas con letras e imágenes, y que me cuestionaba sobre esto y aquello con sus patéticos dibujitos. Luego solía decir cosas que ni entendía. Y yo me reía mucho de ella y le contaba a mamá todo lo que sucedía dentro de aquella habitación con aroma a jabón perfumado marca Maja, y pues pienso que a ella también le causaba risa porque se reía conmigo y me sacudía el cabello.
Y en una que otra de esas visitas semanales mamá se quedaba a solas con la señora de las cartulinas y desde afuera escuchaba cosas que en verdad no conseguía entender, porque claro, ella tiene su forma de expresarse que supongo solamente ella y la gente de su edad comprenden.
—Un día lo encontré en la ventana, doctora. Lo convencí de bajarse. Casi le ruego. En otra ocasión me amenazó con cortarse el pilín porque se le había atorado su pellejito en la cremallera del pantalón. ¡Sí! Así como lo oye. Me dijo que se puso así porque le dolía mucho el pajarito. Pero yo no sé si en realidad se quería aventar y si en verdad estaba convencido de hacerse la jarocha. Por eso mejor lo traigo, doctora.
Y entonces sí que me llenaba de ira porque nada de eso era verdad, pero de igual forma me reía por dentro. Yo solo quería observar y acariciar a las mariposas desde ahí arriba. Pero mamá lo interpretó incorrectamente y acabé yendo a terapia por algún tiempo. Me prohibieron el rojo y todas las cosas ricas de ese color; no más salsa cátsup en los perritos calientes, no más carne roja, ni nada de nada de mermelada sabor fresa en los emparedados.
—Vaya— le comenté a mamita—, pues habrá que cambiar el color de mi sangre si quiero seguir vivo.
Le recomendaron también a mamá que me mantuviera en extenuante actividad física y así sucedió. Lo que más me gustaba de ir a terapia con aquella señora, eran los viajes tomado de la mano de mamá. Buenas idas y venidas dábamos por la gran ciudad, casi siempre en transporte público, porque eso de manejar a ella nunca le gustó. De aquí para allá, entrelazados siempre de la mano. Platicando y divagando sobre cualquier cosa para hacer el trayecto más rápido.
No suele ocurrir a menudo, pero cuando sucede, dentro de mí se reflejan intactas imágenes que conservo en algún sitio sagrado. Tejo y destejo los pensamientos, mis pensamientos. Escarbo profundo para dar con la oración que simplifique la revoltura. Ocurrió los primeros años de mi vida. Yo detenía con el brazo a cualquiera que me acompañase en ese momento. Sucedía por lo regular en espacios abiertos. Nos hacía parar por completo, observaba con detenimiento el cielo y con el dedo índice señalaba hacia la bóveda celeste. Les indicaba como fue que arribé a la Tierra y mi lugar de origen. Así acontecieron las cosas y ahora que abordo el asunto a detalle me parece tan inverosímil que dudo en continuar. Y aunque yo estuviese influenciado por alguien o algo en mi infancia, no existía forma que mencionara con tanta locuacidad que yo provenía de una luna de Júpiter. Pensé entonces en Sixto Paz Wells y sus encuentros con seres extraterrestres como ser autoproclamado como contactado. Comencé a auto discernir sobre el espiritismo kardeciano, doctrina instaurada por Allan Kardec y su famoso texto “El libro de los espíritus”, cuyo contenido explora temas diversos relacionados a Dios, la perpetuidad del alma, la naturaleza, la reencarnación y como resulta evidente, el espíritu. Sixto Paz Wells, afirma que en Ganímides, que es la luna más grande de Júpiter, y que por decir algo más al respecto del satélite natural cuenta con un océano telúrico de agua salada, habita el guía extraterrestre Oxalc, doctor mental y experto en telepatía. El Gran guía, como se refiere Sixto Paz Wells a Oxalc, fue el encargado de hacerle llegar mensajes concretos a través el ejercicio de la escritura automática o psicografía, esto es, en términos exactos, que alguien o algo, una fuerza superior, quizá, te mueve la mano para dictar su mensaje. Sixto Paz Wells afirma que todos somos hijos de las estrellas. Y como esa historia, por inconcebible que parezca, hay decenas regadas por el mundo a lo largo de la historia. Por supuesto, como he mencionado, pensé en aquello tras abordar el automóvil de mi viejo amigo.
A mí el canuto me genera pensar en diversos asuntos y por eso no fumo como me gustaría o al menos como parece disfrutar mi entorno.
—Pues sí —, comencé por decir —. He estado aquí y allá. Lo que te decía hace rato, en ocasiones no recuerdo con exactitud en dónde demonios estoy parado. Por ejemplo, hace algún tiempo— continué sin pausa—, recibí la invitación de un amigo para visitar su hogar y tener algo parecido a una reunión con fogata incluida. Llegué antes de lo previsto a la francachela y estuvimos compartiendo cervezas, humo, música y anécdotas; en fin, una tertulia convencional. Comenzaron a llegar otros invitados a los cuales saludé con presteza y cortesía. Hubo algo extraño. Arribó una mujer que llegó ofreciendo disculpas. No nos percatamos de la velocidad a la que corre la vida. Yo estaba contemplando la fogata. Pensando en Tatewari y un poco en un Maracame que conocí en el desierto años atrás. Desde que llegó percibí su penetrante mirada, pero no nos dirigimos la palabra. Esperó a que se hiciera un silencio entre el bullicio conversacional, levantó la voz y se dirigió a mi persona con inusual esperpento. Me cuestionó por mis planes de vida. Preguntó si acaso siempre me dedicaría a la holgazanería; a escribir estupideces. Contesté que mis planes a corto plazo eran beber otra cerveza en compañía de su zafia y prescindible presencia. Cercano, para mi infortunio, a su edificante conversación. Más tarde planeaba salir a desafiar la noche. Intentaría cuidar de mis pasos y no resbalar con mierda, ya que es por todos bien sabido que pisar caca ahoga nuestra espontaneidad y mutila nuestro ser. Por los gestos ofrecidos como respuesta, me pareció no estar del todo convencida con mi estoica contestación. Entonces, sin más, me sugirió que chingase a mi madre y yo no habré entendido del todo su mensaje ya que me quedé ahí parado sin hacer un solo movimiento. Le pregunté si necesitaba algo en específico, algo en lo que yo pudiese ayudarla. El fuego externó una enorme llamarada y todos detectamos el rostro de Jesús de Nazaret entre el ardiente espectáculo. Yo guardé silencio porque por el susto y la impresión de presenciar la flama se me escapó una sonora y profunda flatulencia. Por eso fue que guardé silencio. Así estuve un tiempo considerable. En lo personal a mí los soporíferos asuntos relacionados al hijo de Dios me generan sueño. Nada personal. Sencillamente he ahondado tanto al respecto y la dialéctica contemporánea se encuentra tan salpicada de disonancia cognitiva, que caer en el absurdo e innecesario intento de convencer al prójimo de que uno u otro aspecto de sus creencias resultan incongruentes, es sinónimo de egocentrismo y es tropezar hacia el insondable pozo de mis propias limitaciones. No es el hombre y su mensaje; es la interpretación y la doble moral de sus adeptos. —dije y volví a guardar sepulcral silencio.
Vuelvo en sí. Salgo de pronto de mi letargo. La noche cede a mi sopor. Si acaso este rostro me pertenece, este se enfría gradualmente. Es fresco el aire. Se cuela la penumbra por la ventanilla. Realizo una prolongada respiración. Me propongo controlar los pensamientos. Es imposible, siempre lo intento. Aprecio con alegría el desamparo. El automóvil huele a guayabas. A marihuana y guayaba. Si me preguntan, a eso huele México. Me sobrecoge una paz inigualable. Debo aprovechar más el tiempo. Eso que no hace tanto no existía porque todo era un instante eterno, pero que ahora llamamos tiempo. ¿Estoy pensando en voz alta? El conductor, que es mi amigo, tamborilea sobre el volante con los dedos un ritmo de afrobeat.
—Los Antibalas nunca fallan, — menciona, — que extraña paradoja, pero son unas auténticas pistolas. Y sonríe, observo que sonríe y entonces yo asiento con la cabeza y también sonrío.
—Siempre vuelvo a los Antibalas, güey —, lo escucho decir.
Suenan excelente ¿lo pienso o lo digo? No estoy seguro. Me ofrece otro toque, así es como lo ofrenda, sujetándolo entre los dedos índice y medio, o dedo corazón como también le suelen llamar, de la mano izquierda. Acepto, más influenciado por el ritmo africano que por los deseos de continuar fumando. Cannabis sativa. Medicinal y controversial. Macoña escondida. Planeta estigma. Sociedad prejuicio. Planta sagrada. Humo algarabía.
Comienzo a remar hacia mi interior ¿hacia el alma? En dirección de lo incorpóreo, de lo intangible. Lo contrario al cuerpo y la tierra. En donde habita una luz invisible, un fuego impalpable. La noche fluye en esta balsa motorizada. Navegamos sobre el mar de asfalto. La carretera interminable. El fin y el comienzo. Bruna como la noche y su luna. Satélite sin atmósfera. Bruna luna. Influencia gravitatoria. Llena, radiante y azul. Bruna infinita.
—Te voy a platicar algo que me sucedió hace ya muchos años —dije. Vive y respira en mí aquél instante. Transitamos los cuatro por el brillante malecón. Madre sujetando a padre del brazo mientras yo escuchaba, algunos metros adelante, las interminables anécdotas y consejos de mi hermano. En su compañía resultaba imposible dejar de imaginar cosas. Es por su marcada influencia que desarrollé ciertas costumbres. Pero te decía que estábamos caminando los cuatro bajo los faroles del malecón. Es un recuerdo vívido e insólito. La brisa del puerto acariciaba y cubría nuestras piernas desnudas. Aún puedo percibir los detalles de aquella velada: las gotas de sudor bañando nuestras sienes, el cálido aroma de la noche y las sombras reflejadas sobre el muelle. Todo esto sucedió una lejana tarde de verano, corría el año 1999. Si la memoria no me falla, debió ocurrir a escasos metros de las tranquilas aguas de playa Mocambo, en el puerto de Veracruz. Guardo especial afecto a todas las vacaciones familiares, pero podría decir que esta nos marcó para siempre. A veces me pregunto si no se trató solamente de una especie de alucinación colectiva, familiar y compartida. El efecto secundario de algún marisco en estado de descomposición. La embriagante sensación de desear no volver a la rutina. Cada periodo vacacional jugó un papel importante en la construcción del hombre de convicciones en el que finalmente nunca me convertiría. Yo pienso que lucíamos como una familia promedio. Estable emocionalmente y en constante armonía, pero nunca se sabe. Sí, lo puedo recordar sin el mayor inconveniente. Almorzando en la Parroquia del puerto, las tardes de fútbol, las olas batiendo, constante contemplación sobre la arena y por supuesto las largas caminatas nocturnas. Al parecer todos encontrábamos una inusitada tranquilidad con dicha actividad, me refiero a caminar a la orilla del mar, bajo la tenue luz de las farolas, claro. Pero bueno, esta parecía una noche cualquiera, una más del merecido asueto. El paseo transcurría en calma, y exhaustos, nos encontrábamos en disposición de culminar la jornada para reponer energías en nuestro hospedaje. Entonces, algo cambió en la atmósfera, se volvió extraña. La temperatura descendió bruscamente y la luz de la luna adquirió un tono extraño. Nos detuvimos, fascinados, para observar el imponente satélite natural de la Tierra en el horizonte. Decidimos sentarnos en un rompeolas de concreto junto al malecón, y allí, en la inmensidad del océano, algo inusual comenzó a ocurrir. Justo en mitad de nuestra visión, una figura humanoide emergió del mar y se posó sobre una roca. En un inicio pensamos que se trataba de una estatua, pero nos pareció extraño no haberla visto antes. Desechamos esa idea a los pocos segundos por la distancia. A continuación padre sugirió que quizá era una boya marina que, por un curioso efecto de luz, parecía algo distinto. Él lo explicó como un fenómeno llamado pareidolia, esa tendencia del cerebro a asociar formas inanimadas con figuras conocidas, en este caso, con la de un ser humano. Para restarle dramatismo al asunto, levantó las manos y saludó a la figura. Lo que sucedió después nos heló la sangre: aquella figura, que hasta entonces parecía inerte, cobró vida y le devolvió el saludo. Entonces una extraña luz la envolvió y, en un instante, desapareció sumergiéndose en el mar. ¿Puedes creerlo?
Persigo el curso de la luz. Conocí a Patiño antes de incorporarme a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en concreto a la carrera en sociología. Cruzamos camino como ejecutivos de venta en un centro de contacto de una renombrada institución financiera. Vendíamos tarjetas de crédito vía telefónica a clientes distinguidos de otra institución bancaria, la competencia. Por el renombre institucional y el código de vestimenta, resulta sencillo generarse falsas expectativas del empleo. Desde un inicio entendí las acciones a realizar vía telefónica bajo el concepto de competencia desleal. A partir de un conmutador al que debías estar conectado ocho horas diarias, te sorteaban llamadas a clientes preferenciales de una inmensa base de datos otorgada por una cadena hotelera. En la estricta teoría la tarea a realizar parecía sencilla; en la práctica resultó un infierno.
Se nace sin noción. Provenimos de un vasto mar, acaso la misma muerte o de otra vida. Apenas vemos la luz por vez primera y comenzamos a partir. En el trayecto, en medio de la vida y la muerte, se generan aptitudes y vocación: las mías, claramente, lejos de las ventas telefónicas. En ningún otro instante de mis años con ritmo cardiaco he recibido más insultos vía telefónica que en los tres meses que duró mi exquisita y ofendida presencia en dicho empleo. Patiño, saxofonista y escritor, al parecer también experimentó el mismo desencanto, aunque él soportó un poco más. La importancia de cruzar caminos, personalmente, claro está, radicó en las conversaciones sobre la sociología y su experiencia en la Facultad. Fue su amistad la que me convenció finalmente de inscribirme en la carrera, de la cual, sin embargo, deserté semestres más tarde.
Ojalá la noche nos devore. Cruzamos el páramo escuchando el sonido de las aves. La sobriedad remite, casi siempre remite. No aceptaré fumar ni un poco más, me digo en silencio contemplando el horizonte. El agua adquiere la forma del recipiente en la que se coloca. En los altoparlantes comenzó a sonar Fela Kuti. Ambos recibimos con emoción las primeras percusiones.
—Me sucedió algo insólito ayer por la tarde—, comenté sin dejar de mover los hombros.
Patiño me miró de reojo mientras localizaba un encendedor en la guantera de su automóvil.
— ¿Qué te pasó?, interpeló, cerciorando la existencia de fuego en el mechero.
—Siendo franco conmigo mismo— proclamé ——parece que soy paranoico. Pienso y sobre pienso cualquier cosa. — Vaya, por el momento no tengo delirios de persecución ni nada por el estilo. Pero mis pensamientos y el día a día me llevan a creer que existe una densa energía que constantemente pone a prueba mi estabilidad mental. ¿Me explico?
—Te decía— proseguí, — Ayer por la mañana comencé con algunos síntomas de resfriado. Los habituales del cambio estacionario y esas cosas, por lo que acudí al mercado a conseguir gordolobo para hacerme un reconfortante té, y evitar a toda costa cualquier droga farmacéutica.
Patiño se encendió un cigarrillo, lo colocó entre sus labios y con ambas manos sujetó el volante.
—El gordolobo tiene un sabor poco agradable, pero con miel y limón todo se arregla— sugerí—. Bueno, estuve buscando la planta por los diversos pasillos sin conseguir encontrarla. Una amable dependienta de un puesto de frutas me sugirió visitar la sección esotérica del mercado y me brindó la dirección exacta de un local en el que con seguridad encontraría mi gordolobo. — ¿Me sigues? — pregunté.
— ¡Síguele, cabrón! — sugirió exaltado el sociólogo—, por primera vez en tu vida no dejes algo a medias y termina la historia.
Más de acuerdo no pude estar, así que continué.
—Visto en retrospectiva, estuve tentado en abandonar la misión. Según recuerdo, eran varios los motivos para desistir; la incomodidad que el escurrimiento nasal me generaba, el horario vespertino en el que los locatarios comienzan a cerrar sus puestos, pero sobre cualquier circunstancia, la profunda necesidad de realizar una urgente deyección por un malestar estomacal que me aquejaba desde la mañana de aquél día. Fueron instantes de absoluta incomodidad. Supongo que te ha sucedido, a todos nos pasa. Te encuentras caminando, feliz de la vida, silbando alguna agradable melodía, con el presente en las venas, cuando de pronto el borborigmo, una serie de retortijones estomacales que te dejan mal situado, pálido, rezando el ave maría y el padre nuestro. Con el andar afligido, apretando las nalguitas, intentando contraer todo lo contraíble, incluyendo el pensamiento, localicé un sanitario que se encontraba fuera de servicio. Mira que yo no suelo prestarle atención a ningún tipo de imagen religiosa, por lo regular pasan todas desapercibidas, pero era tal mi congoja que le solicité por favor a una imagen de San Camilo de Lelis que me ayudase a salir del apuro. Y esa fuerza extraña que te comenté hace un momento, o quizás el mismísimo San Camilito de Lelis, hicieron que de la nada absoluta, del ir y venir de los comerciantes con sus diablitos y sus cajas vacías, con el apuro de llegar a casa para cenar con sus familias, ver el fútbol o que se yo, una señora de edad avanzada, calzando un par de huaraches maltrechos, con un enorme collar colgando de su cuello, tocara mi hombro y me ofreciera con una gentileza inaudita utilizar el servicio de damas.
—Pasa, mi niño hermoso—, dijo con tono afectivo.
—Aquí es donde todo se pone misterioso, Patiño, —externé.
Mi colega y conductor, que hasta ese instante se había mostrado respetuoso escuchando el relato en absoluto silencio, soltó la carcajada.
—¿Esa es la energía que constantemente prueba tu estabilidad? —, inquirió con la sonrisa dibujada en el rostro. —Pienso—, prosiguió—, que tus deseos de cagar en cualquier sitio, aunado a una probable incontinencia fecal es lo que te desata esa paranoia que comentas.
Reímos en conjunto por algunos segundos hasta que conseguí retomar la crónica de los sucesos.
—Era de vital importancia que supieses el contexto—, agregué con ánimo de continuar con la historia.
Hay ciertos casos en los que me propongo no ser impulsivo. A pesar de sobre pensar cualquier vaga idea, suelo actuar sin premeditación alguna. Yo, francamente, percibo un estado de gracia, de paz integral, cuando mi aparato digestivo encuentra reposo. Me privé de juntar mis labios con los suyos principalmente por la diferencia de edades y estaturas, no por ello fue minúscula mi gratitud. Agradecí en reiteradas ocasiones colocando la palma de mi mano sobre mi pecho; subiendo y bajando la cabeza como un absoluto imbécil en señal de gratitud y reverencia.
— Muchísimas gracias, señora—, le dije con emoción—, me ha salvado usted la vida, he vuelto a nacer, ¿cuánto le debo?
—En un remoto rincón de mi cerebro he construido la idea de que los favores deben pagarse a como dé lugar—le comento a Patiño.
La noche continúa con un brillo especial. Se percibe un agradable relente que permite que continúe con la historia del gordolobo. De tal forma que al momento de ofrecerle mis reiterados agradecimientos y buscar en los bolsillos dinero para retribuir el servicio prestado, la señora de pequeña estatura y pronunciados pliegues faciales, me sujetó de la muñeca, cerró los ojos, y direccionó con ayuda de su mano el par de monedas que empuñaba de nuevo a mi pantalón.
—No es necesario, mi niño, — la escuché decir sin percatarme que continuaba con los ojos cerrados. —Ya te estaba esperando.
De forma inmediata entendí que se trataba de una confusión, no era, ni será la primera ocasión que una persona en la senectud de su vida me confunde con otra persona.
—¿A mí?—, pregunté. — Me parece que me está confundiendo con alguien más.
—Ay, mi niño, — respondió sin abrir los ojos, — ¿No estás buscando gordolobo?
Se había esclarecido momentáneamente el desconcierto. Seguramente la amable dama de la frutería, a la que minutos antes me había dirigido, notificó a la señora de la sección esotérica y esta vino a buscarme antes de cerrar su local para no perder una venta.
—Ah, por supuesto— dije— supongo que usted vende.
— Mijito, mijito — negando con la cabeza y una sonrisa en el rostro, continuó— Sí, ándale, yo te doy tu gordolobo ahorita. Camina, vamos pa´l local. Tenemos que ocuparnos cuanto antes de esos espíritus inquietos.
Antes de hacerle saber nuevamente que se encuentra cometiendo un error, pienso y sobre pienso a qué se refiere con eso de los espíritus. Observo la hora en la pantalla de mi dispositivo móvil y me permito acompañarla sin mencionar nada al respecto. El suelo del mercado contiene una mezcla de elementos difíciles de distinguir unos de otros; agua, lodo, carne, flores y verduras. La señora camina con seguridad mostrando su espalda frente a mí. Yo apenas consigo mantenerme en pie sin resbalar. Llegamos a su local ubicado en la sección de herbolaria y esoterismo. El pequeño puesto se encontraba cubierto por una lona plástica en los costados y una reja oxidada a los pies del suelo con una puerta en medio. La señora, de la que hasta el momento ignoraba su nombre, sacó de entre sus arrugados pechos un manojo de llaves y con destreza localizó la llave con la que accedió por la puerta central.
— No te quedes ahí parado, corazón— dijo extendiendo su brazo.
Guiado por el impulso ingresé con ella a su establecimiento. El aroma dentro del pequeño sitio resultaba peculiar. Uno de los tres muros que conformaban el espacio total estaba tapizado por inciensos, ungüentos y jabones que prometían extraordinarias hazañas. La retención de datos nunca ha sido una fortaleza, pero entre los nombres que logré memorizar se encuentran los siguientes ejemplos: Jabón esencial Ven a mí, para facilitar la seducción. Jabón separa amantes, perfecto para triángulos no deseados. Incienso místico Jala Jala, ideal para suerte y dinero. Finalmente memoricé el famoso jabón quita calzón, del cual me vi tentado a adquirir un ejemplar. En la pared principal, justo frente a la entrada, detrás de un mostrador horizontal, se encontraban colgadas cabezas de animales que en un inicio me estremecieron de tal forma que concluí que convenía más ignorar su propósito. En una de las esquinas del pequeño local comercial, se encontraba erguida una colosal estatua de la santa muerte.
— Lamento la confusión, señora— externé en voz alta. — Pero yo no…
— Nada de lamentaciones, mi corazón— interrumpió mientras hurgaba en un costal de yute— Me llamo Ofelia y me puedes decir como te venga en gana, mi niño. ¿Entendido? ¡Ten! — Sosteniendo un pequeño paquete en la mano, aproximó su brazo hacia mi espalda — esta es ruda, boldo y gordolobo. Supongo que la quieres para hacerte un tecito. Toma, te la regalo. Pero lo que tú traes es algo más profundo y requiere atención.
Dio un largo suspiro y localizando su mirada en la mía, se acercó lentamente y me sujetó ambas manos.
—Vamos a llegar al fondo de esto, mi niño. Con ayuda de nuestra niña bonita vamos a llegar a la meritita raíz. Ya verás que sí.
—Mañana. —Dijo dirigiéndose tras su mostrador repleto de cuarzos. — Aquí te espero mañana a esta misma hora, mi niño.
—Hay un inconveniente. — dije.
Me encontraba a punto de hacerle saber de una vez por todas que se encontraba en un rotundo error, pero que le agradecía mucho por la bolsa con plantas la cuál por supuesto planeaba pagar, cuando me interrumpió de golpe.
—Ningún problema. —Respondió con una extraña sonrisa —Tómate tu tecito e intenta descansar, mi corazón.
Escribir es… Escribir es extenuante. Escribir es desgastante. No, eso no es, ya sé. Es un eco que rebota en mi cabeza. Palabras que giran, que se montan unas sobre otras como si quisiera alcanzarlas, pero siempre están fuera de mi alcance, ¡ahí! Y sigo, sigo escribiendo para ver si acaso, en algún punto, logro atraparlas. Escribo como si estuviera rasgando la realidad. Sí, rasgando. Porque todo se enreda y escribo así, como sale, sin pensar, como si las letras fueran más rápidas que mi cabeza. Porque escribir es encontrarme, o tal vez perderme, qué sé yo. Si escribo es acaso para entenderme y equilibrar los pensamientos que se superponen uno sobre otro. Ya lo he dicho. Para encontrarme a mí mismo aunque nunca sepa en dónde estoy. Porque aunque me encuentre en extravío, las palabras me persiguen, casi nunca las comprendo. Y escribo como puedo, como puedo y como yo mismo me entiendo. Con la certeza de nunca ser leído. Y escribo porque entre letras encuentro sombras y fantasmas. A mis sombras y fantasmas. Ellos siempre están ahí, escondidos. ¡Los veo! Y coloco loco loquísimo. Lo que sea que salga, porque mis dedos no pueden parar. Cuando las letras se revuelven y pierden significado. Y contengo la respiración hasta que comienzo a ver borroso. Porque puedo escribir cosas que no tienen el mayor de los sentidos y continuar hasta que esa maldita “A” solitaria sobre la página encuentra su bendito sitio.
Y bien es cierto que en ocasiones escribo s e p a r a d o y en otras de corrido, sinlosdebidossignosdepuntuaciónysinlosespacioscorrespondientesporqueasímeentiendomejor ¿sabes por qué? Porque me suele valer madre. Y retumba el teclado bajo mis dedos, lo golpeo como si estuviera persiguiendo algo en medio de esta maraña de pensamientos. Algo que como resulta evidente no sé qué es. Y seguro que siempre estoy buscando la maldita vaca galáctica de Marion Sylder, claro. Y redacto de arriba hacia abajo y también de viceversa. En espirales y círculos. También suelo poner las letras de izquierda a derecha para que no sospechen que soy un desquiciado, pero lo que realmente me gusta es escribir al revés. Así nadie puede seguirme, y queda todo entre tú y yo. ?otse odot atropmi el néiuq A¿
Y bien es cierto que en ocasiones escribo s e p a r a d o y en otras de corrido, sinlosdebidossignosdepuntuaciónysinlosespacioscorrespondientesporqueasímeentiendomejor ¿sabes por qué? Porque me suele valer madre. Y retumba el teclado bajo mis dedos, lo golpeo como si estuviera persiguiendo algo en medio de esta maraña de pensamientos. Algo que como resulta evidente no sé qué es. Y seguro que siempre estoy buscando la maldita vaca galáctica de Marion Sylder, claro. Y redacto de arriba hacia abajo y también de viceversa. En espirales y círculos. También suelo poner las letras de izquierda a derecha para que no sospechen que soy un desquiciado, pero lo que realmente me gusta es escribir al revés. Así nadie puede seguirme, y queda todo entre tú y yo. ?otse odot atropmi el néiuq A¿
—Bájame por aquí, por favor— le pido a Patiño, que hace kilómetros no menciona una palabra.
Ignoro si he estado imaginando todo lo anterior o hasta dónde mi voz ha comenzado a existir. Porque mi voz existió en algún momento, pero no recuerdo en cuál. Debo darle orientación a mis pensamientos.
—Tranquilo, güey— Te llevo a tu chante.
—Ni madres, gracias— contesto alterado—, mañana voy con esa pinche ruca loca a ver de qué se trata todo esto. No pasa nada, me voy caminando— digo relajando un poco la voz—. Te escribo pronto para cotorrear. Gracias por la vuelta.
Volví a casa como pude. Manipulé la sensación térmica con algunos pensamientos que resultaron cálidos. Por alguna razón que no podía concretar me encontraba eufórico y con urgentes deseos de encerrarme en mi habitación, tomarme el té de gordolobo, ruda y boldó que me había obsequiado la extraña señora, desprenderme de toda prenda y meterme en cama a dormir. Encontré un taxi a mitad de la carretera que me llevó a casa por un precio exorbitante. Como suele ocurrirme en tantas ocasiones, no existía motivo alguno para regalarle mi atención al conductor. Pensaba en la señora del mercado, en la conversación con Patiño, en mis eternos soliloquios.
—Ya está —me dije —, necesito descansar. Mañana o al rato será otro día.
Al llegar a casa, antes de depositar las guayabas sobre la mesa y desprenderme del incómodo calzado, vertí agua en una pequeña olla de peltre que posteriormente coloqué sobre la estufa y encendí la llama. Saqué de mi bolso trasero el pequeño paquete de plantas obsequiado por Ofelia, la desconocida señora del mercado, y leí las iniciales CV anotadas con plumón indeleble en el papel que las envolvía. Solté una breve carcajada. ¿Cómo sabría que me llamo Carlos Vallín y así escribir las iniciales de mi nombre? En verdad que esa gente resulta impredescible. Intenté indagar mentalmente un poco más al respecto pero lo que necesitaba con urgencia era ir a cama para descansar. Cuando el agua se encontró a punto de ebullición arrojé la mezcla de hierbas para que se lograran infusionar y aproveché ahora sí para quitarme los zapatos. Coloqué las guayabas en la tarja de lavado y me dirigí al sanitario a hacer cosas que nada interesan al atento lector. Volví hacia la estufa, noté que el agua había cambiado parcialmente de color por lo que deduje que la infusión estaría lista en unos segundos. Busqué mi taza favorita para infusiones en una pequeña estantería y por más que indagué no conseguí localizarla. Se trata de un recipiente transparente de borosilicato que permite observar la intensidad del líquido infusionado. Tras darme por vencido, encontré una con motivos del día de muertos y recordé que en unos días más se celebraría la tradición nacional, esa que tanto me gusta por sus colores y significado. Le resté importancia y vertí el té hirviendo sobre la taza. Al dar el primer sorbo detecté su repugnante sabor por lo que me vi orillado a endulzarlo con un poco de miel. Llevé a cabo el ritual de soplar un poco para reducir la temperatura y di el primer trago. Aún con la miel incorporada su sabor resultó espantoso, pero lo que quería y necesitaba es que hiciera efecto para mis síntomas de resfriado por lo que apresuré la ingesta.
El mareo llegó de golpe. Me llevé las manos al estómago de inmediato. Intenté dirigirme al baño pero el dolor abdominal fue tan agudo que tuve que ponerme en posición de cuclillas. Mi vista comenzó a ser difusa. El entorno de pronto perdió nitidez. Reposé mi cabeza en el muro que encontré más cercano y sentí mi pulso acelerar. En ese momento un fuerte zumbido se apoderó de mi escucha. Un frío inaudito invadió mi frente. No puedo permitir que esto me esté pasando. Me arrastraré hasta el baño y todo se repondrá. Estoy tumbado contra un muro, empapado en sudor. Y seguramente las guayabas que me comí en el camino. Debo avisar a Patiño que no las coma. Sí, ya está. Hasta el baño debo arrastrarme e intentar vomitar. La primera arcada llegó pero no pude volver el estómago. Tiemblo demasiado. Y estoy tumbado contra un muro. Sudor y escalofrío. Se veían en buen estado las guayabas. Todo se volvió brumoso. La segunda arcada invadió mi cuerpo y giré hacia un costado. Resulta insoportable el dolor abdominal. La habitación en la que me encuentro da vueltas y siento espasmos. La respiración comienza a entrecortarse. Intento articular palabras o pensamientos, pero resulta imposible. Me falta el aire. No pienso en nada. Están apagando mi conciencia. Me envuelve una extraña oscuridad que por momentos se vuelve blanca y brillante. Y no puede ser que esto me esté ocurriendo a mí. Es una luz que me llama y siento miedo. Hace demasiado frio y hay demasiadas sombras. Resulta un temor sin precedentes porque al mismo tiempo me genera tranquilidad. Siento una increíble paz en este sobresalto. Y las sombras se mueven alrededor de mí y eso me genera pánico. Ya no puedo respirar. Y no puedo creer lo que veo. Estoy de pie junto a mi cuerpo inerte. Observo mi cuerpo de treinta y tres años tirado boca arriba y sin respiración. ¿Qué hice mal? ¿En qué momento pasó todo esto? Hace tan solo un instante estaba mi cuerpo con vida. Yo y mi cuerpo con vida. Me quedo parado observándome sin signos vitales. Entonces la luz. Ha concluido la creación visible. Me inunda la claridad. Todo a mi alrededor se convierte en luz.
¿Hacia atrás o hacia adelante? No importa. Soy incorpóreo y me dejo guiar por el movimiento natural de la luz resplandeciente. Todo transcurre lento. Suave, lento y en paz. Ahora soy ingrávido. Parece que he perdido la vista, pero puedo ver con claridad. Todo pasa en la mente. Sucede mi vida a una velocidad inusitada. Permito llevarme por la ligereza de la invisibilidad. Distingo entre el albor que me rodea una especie de bóveda. Es brillante y de proporciones descomunales. Accedo al majestuoso domo únicamente sintiendo tranquilidad. Y aunque sé que ya no estoy más en el mundo visible, puedo distinguir con claridad a mi padre y a mi abuelo. Y unos metros más adelante están reunidos familiares y amigos que partieron antes que yo. Lucen exactamente como los recuerdo en plenitud. Cuando cada uno de ellos me externó su alegría. Todos conservan un aspecto extraordinario. Parece que nadie se percata de mi presencia y una fuerza superior impide detenerme. Hay un ser deslumbrante al fondo del gran espacio. No logro distinguir de quién o qué se trata, pero su luz es la encargada de transmitir toda la tranquilidad que inunda el ambiente. Se aproxima hacia a mí y mientras más se acerca, más consigo distinguir la inmensa paz que emana.
—¿Te ha gustado el sueño? — Me pregunta sin articular palabras, telepáticamente.
—¿Quién eres?
—No es sencillo creer sin ver ¿cierto? El amor y la verdad son caminos que nos encuentran.
—¿Tú también estás muerto?
— La vida es una búsqueda, y la muerte no es el final. La vida siempre continúa de una manera fascinante.
—¿Adónde voy ahora, qué es lo que sigue?
—Te reintegras al cosmos. A la totalidad e infinito al que todos pertenecemos. La paz será absoluta, ahora y siempre.
Un hilo de luz se cuela por la parte más alta del domo y la claridad se transforma paulatinamente en una tenue penumbra. La luminosidad desaparece por completo. Comienzo a ascender hacia un lejano resplandor. Percibo los cuerpos celestes que conforman mi entorno. Soy parte del espacio exterior. He dejado todo atrás. Elevación continua y ausencia de gravedad. Camino por el aire. Estoy ascendiendo y me dirijo hacia un punto luminoso. Arriba y abajo del espacio, todo es agua. Veo una luz radiante al final del trayecto. Atravieso el umbral de la superficie oceánica.
Y es así. De esa forma es como ocurre. Es parcial la oscuridad y me encuentro posado sobre una roca en medio del mar. Y pienso que todo parece inmóvil. Alzo la vista y un diminuto destello de luna ilumina las inmediaciones del océano infinito. A la distancia, detrás de lo que parece un rompeolas, distingo a cuatro figuras que me observan con atención. Fijo la mirada en ellos: son lo más hermoso que he visto. Es mi hermano, quien me toma suavemente del hombro y me susurra algo al oído. A su izquierda, mi madre se aferra al brazo de mi padre, que a su vez agita la mano para saludarme. No quiero hacer ningún movimiento. Deseo que esa imagen prevalezca para siempre, suspendida en algún rincón del universo. Me gustaría reunirme con ellos. Estrecharles por última vez mis brazos. Mi padre insiste batiendo la mano en el aire. Antes de extinguirme por completo, les devuelvo el saludo y me despido para siempre. Desde entonces formo parte del aire, un eco que se desvanece en el viento, la brisa ligera que se pierde en el mar.
Tarde o temprano, todos volveremos a encontrarnos.
Feliz día de los muertos.
Cicuta Virosa.
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